Hombres antiguos que caminan y posan en un paseillo que divide mundos. Desde allí se permiten el lujo de retirar el saludo a los muertos que persiguen sueldos. Desde las líneas vertiginosas del paseillo entreabren la puerta a las dehesas, donde el alcornoque guarda memoria desde los tiempos de Creta, aunque quede lejos la mar. En la arena, las embestidas de un corazón palpitante alzan la forma hercúlea con cabeza astada, empujan desde el umbral donde nacen los símbolos: niños que se hacen hombres, vivos que mueren, muertos que nacen y hombres que se hacen niños. Con traje de luces se despiden de la vida por la femoral y en el instante sublime la cornamenta les desgranará como un trofeo victorioso. Empuje y muerte se conjugan entre los nobles muslos. Una y otra vez escenifican el ritual, por si ocurriese aquello. Sucede una vez más. Y otra: el toro por chiquero, el maestro recibiendo, los subalternos describiendo geometrías en el círculo. El caballo, las banderillas, el ritual por si acaso. Y un día sobreviene.
Ya nada escucho, no me importaría morir, el animal y yo somos lo mismo, sólo una melodía como ventisca: la muleta rozada por las astas. De lejos viene un quejío jondo de las cuevas gitanas. Ensordecen los banqueros, los de Bahamas y los de París. También los muertos de Estrasburgo.
Sin duda, las palpitaciones inquietan a las generaciones apoltronadas. Quienes encadenan las rejas que cierran las dehesas suelen llenar el depósito de gasolina con sangre humana. Es por eso que descarna y quema los ojos contemplar a un hombre dejándose dibujar en el pecho símbolos por el asta de toro.
Cada vez quedan menos que quieran oír el canto del terrazgo. Lanzan un meme animalista a la red, sin fronteras y también sin nomos.
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