La herencia

Cuando entro en una estancia desconocida, antes que nada, busco y visualizo la salida. Suele ocurrirme en la caza del jabalí: al clavarle el puñal en un órgano vital se aferra a la vida constriñendo las arterias, igual que un preso de guerra aprieta los labios temiendo que se le escapen las palabras. Entonces ordeno a los perros que despejen un sendero claro. Así parece recobrar esperanzas por salvarse y eso le hace un animal menos temible. Igual le sucede al prisionero que encuentra alivio en su imaginación o escribe su dolor en el papel de las letrinas. Al menos eso era lo que me contaba mi abuelo, Ernesto Ridruejo, que le conocí desde siempre llevando dos señales en la frente: el pomo de la puerta del Jardín, un hematoma maduro marcado por postrarse en las oraciones, y otra, la de su ingreso en la prisión antiterrorista de Guantánamo.

Hoy, le contemplo desde el ventanal. Lee sentado bajo el naranjo. Calvo con ojos claros, seco y dulce como una algarroba. Tengo la certeza de que al morir su cuerpo se convertirá en polvo, pero de algarroba, para seguir perviviendo en la masa pastelera de mi madre y en mí, que pasaré la receta a mis hijos, cuando los tenga. La historia del abuelo no cesa de atravesarnos a todos como un cáncer curado que acecha hasta que la tierra nos cubra. Él no explica nada—transmite sin hablar— porque, según cuentan, guarda el Corán en su memoria. Completo.

Su historia, como yo la recuerdo, un tapiz de hilos engarzados a lo largo de mis días, es más o menos la siguiente:

“Corrían los tiempos de la Gran Recesión de 2008. La reserva de petróleo mundial olía a muertos. Por cada barril extraído, otros dos eran de sangre, de quienes sufrían la desgracia de vivir encima de los pozos. Ese mundo de ayer era como un edificio apuntalado que no se soportaba a sí mismo. Necesitaba a diario nuevos puntales de manipulación mediática, y así el ciudadano del mundo sobrellevaba la vida diaria.

Y allí, en Cantillana, localidad de Sevilla—desde donde escribo—coincidieron mi abuelo, que contaba por aquel entonces cuarenta años, lector empedernido de textos sufíes, y Marcelino Buendía, el sargento primero de la policía nacional a punto de jubilarse que leía y releía el BOE, mientras su gestor le dibujaba esquemas para calcular la más ventajosa paguita para la vejez. Mi abuelo, cada dia más joven. El sargento Buendía, nacido viejo.

El sargento primero, natural de Alcázar de San Juan, sirvió durante cuarenta años en el pueblo que le vio nacer. Allí los pasó, año a año, mes a mes, dia a dia, tecleando denuncias menores con los dedos índices. Con un dedo y con el otro. Aprendió en la comisaría, con las limitaciones propias del lugar y los prejuicios de quien ve las mismas caras y a la misma hora reflejándose en el tuétano de sus huesos, incapaz de dispensar trato diferenciado al ratero común, al asesino o al hombre de bien. Cuarenta años sin más pausa que obligados días de vacaciones, descanso y asuntos propios, desde su despacho se escuchaba la letanía raquítica del tecleado a dos dedos.

Cosas del destino -por Allah, diría mi abuelo-, la última comisaría adonde destinaron al sargento primero antes de su jubilación fue en el valle del Guadalquivir, en el pueblo donde el río hace un amago para regar melocotoneros. En los últimos años se abrían mezquitas para acoger a los recolectores, locales paupérrimos que servían de casa de Marruecos, lugares donde convivían nostalgias culinarias con oraciones preceptivas, un apoyo para los más pobres y, sobre todo, una referencia materna que lograba esquivar los delirios paranoicos de quienes no podían adaptarse. Aquello, sin embargo, para algunos autóctonos se trataba de una invasión. La televisión no escatimaba la siembra del miedo, atentados terroristas copaban las máximas audiencias. Visto de otra manera, la sociedad de la gran crisis ocultaba su podredumbre atizando a los ciudadanos con miedo y sospecha. Mi abuelo—recuerdo—me contó la anécdota de la mochila. Aquello ocurrió tres días antes de su detención. Alguien realizó la llamada a comisaría. Una mochila en una farola adyacente al supermercado levantó las alarmas. La guardia civil y también la nacional, acompañadas por un robot con visión rayos equis, crearon expectación provinciana detrás de la zona acordonada. Nadie recordaba semejante despliegue policial desde los tiempos de la redada en aquellos lejanos años noventa cuando la policía siguió las huellas del caballo blanco que a tantos dejó en la cuneta. La madre del niño mochilero, ajena al revuelo del pueblo, esa tarde aún reñía al hijo que ganduleaba dejando de lado los deberes. El resto se cocinaría en comisaría, en la plaza del pueblo, en los andenes de la estación, en los bares, sobre todo en los bares. En las mesas, los conocidos, los vinos y las cervezas, las aceitunas y el golpetazo de ficha de dominó sobre la mesa. Ficha que golpeaba, se anexaba al mismo número de puntos de la ficha colocada en el extremo y el jugador sentía el desahogo por desprenderse de una ficha más—una menos—, experimentaba ese goce infantil que reblandece el cerebro, cerca de la puerilidad, hasta el arranque de la primera frase irreflexiva en forma de exabrupto. Ficha, golpe seco sobre la mesa y un arrebato cada vez más atroz—¡Esos putos moros! Ya no sabes por dónde van a salir—, clamaba el sargento Buendía. Cada compañero de partida apuntalaba: ficha de dominó, exabrupto y, como en un vudú, se aguijoneaba el corazón de los moros. El sargento primero, viejo hasta la médula, ventajista cuando incautaba gramos de coca, negociador temible en la entrada del prostíbulo, gozaba de minutos de gloria entre ficha y ficha que resbalaba sobre la mesa. Toda jugada, cuando sale sola, como precipitada sin reflexión previa, más parece gestada desde la genialidad egoica que desde el mandato social. Así fue cómo el desahogo particular de aquel mediomilitar chusquero creó parentescos entre los musulmanes de Cantillana y los detenidos en Terrassa un mes antes, en la operación que dieron por llamar Alfombrilla Trémula—puedo inferir a tenor del adjetivo, que la emérita contrataba licenciados en humanidades aspirantes a espía—. La pura casualidad derivó a justificación de causa y fue así cómo por las acequias circuló el terror en vez de agua y las manos recolectoras de melocotones se volvieron canallas.

El sargento primero Buendía elaboró el plan, pondría la guinda a esas antiguas tropelías suyas por los márgenes de la fina linea que separa la ley del orden y el crimen. A sus oídos llegó que El Ministerio de Interior ordenó Medalla Roja Distintiva Por Lucha Antiterrorista con asignación retributiva de por vida a mandos policiales de otras brigadas. Se le iluminaron las mientes, acechó sin miramientos la vida de las familias musulmanas que pasaban por las cristaleras del bar donde cada mediodía echaba la partida alrededor de la mesa, con patina de cerveza incluida como lubricante de las fichas. No tardaría mucho para que el abuelo fuese enfocado por la mirilla del cazador fullero en su puesto de tiro.

Es difícil resumir la larga historia del abuelo, Ernesto Ridruejo, o realmente Abdullah—como él prefería que le llamasen—. Se convirtió al islam a los veinticinco años, por aquella época en que cayó el muro de Berlín. Por entonces joven, mi futuro abuelo, abominaba del capitalismo, los curas y conocía, sólo de oídas, lo que planteaban en su barrio obrero como la única alternativa: la comunista. Aunque delgado, más longilíneo que atlético, su intelecto musculaba por días. Deseaba conocer y pergeñó el viaje a Praga, un interrail joven en vagón expreso de segunda como de segunda fueron las miradas mustias con las que se topó en Chequia. Allí ni resto alguno de espada de Damocles pendiendo sobre las cabezas, sino hoces y martillos. Herida abierta y contusión, se resistió a aceptar la derrota. Sólo volvió con el quedo recuerdo de aquellos puentes de Praga. Las lámparas de los cafés con sus lágrimas cristalinas perduraban como un recuerdo del saboreo de la vida, cuando ésta se volvía áspera y amarga como la bilis que regurgitaría en los interrogatorios.

Después de Checoslovaquia aún seguía siendo joven, siempre demasiado joven. Con barba de pelo suave y con una perspicacia capaz de ver la ruina de un hombre si escuchaba cómo hilaba las palabras o si perdía su mirada allende lo prohibido, previó cómo el mundo se hundía aquel dia cuando la travesía que pasaba por su barrio se convirtió en autovía, después en autopista y finalmente en un infierno de ruido y gases. Aquella noche de verano sobre el puente, el calor sofocando sus sienes, algo le prendió el cuello hasta exprimirle sollozos, inaudibles sobre el colchón infernal del tráfico. No, no saltó del puente. Era un príncipe, sus novias le apodaban el principito. Personalmente, creo que era un sabio inocente. El mundo se resquebrajaba y así transitó por sus ruinas. Inició su particular peregrinación hacia lo único que le quedaba, el mundo celeste. Una vez abandonado el redil, las opciones se estrecharon: las ofertas para el espíritu confundían tanto en la neblina que, sí—eso sí—, invitaba a tirarse desde el puente. El cura de su barrio acabó migrando a otra ciudad con el fin de borrar con la desmemoria sus inconfesables deseos. Llegaron las primeras noticias del Tíbet y los lamas, pero resultaba peregrino llevar todo el año ropas azafrán y gestionar el espíritu de la aceptación en medio del batiburrillo de esa picaresca andaluza, adalid del quien calla otorga. Así las cosas como si ochocientas raíces se enredaran en sus piernas e incapaz de zafarse—como un designio del Destino—, se convirtió al islam. Aún no había desembarcado el fenómeno inmigratorio en las costas andaluzas, nadie tenia conciencia de ese modo de vida en las calles. Mi abuelo fue un converso que en sus inicios pasó desapercibido.

Le encantaba buscar historias sobre el sufí Abu Madyan , nacido en su pueblo, en Cantillana, en 1116. Una pasión por el saber, incomprensible—más bien invisible—para la interpretación criminalista de su coetáneo, el sargento. Buendía desconocía el significado de la objetividad en una investigación, para él los datos más que esclarecedores constituían un estorbo, piedras que molestaban en el camino. Odiaba que sus pesquisas premeditadas se emborronaran por la sencillez, o la simple bondad. Por eso hablaba y hablaba hasta que los de la mesa de dominó convinieran al unísono con él. Cuando la verdad no es un valor, cobra sentido lo más soez del amarillismo: un Corán en la guantera y una navaja para mondar naranjas torcerían la vida de mi abuelo. Se unieron piezas en todo el territorio nacional y una mala noche, tras las indagaciones del sargento primero Buendía reunidas en forma de mosaico infantil, fueron suficientes para que acudieran al pueblo de Abu Madyam unos señores de la embajada americana para llevarse al ese tal Abdullah.

Buendía murió hace dos décadas. Su familia arrojó la Medalla al Guadalquivir, que para eso es rio grande (Qabir ). Quieren olvidar a ese policía de burdel, redadas turbias y dedo índice de tecleo y acusación.

Mi abuelo no cuenta nada de su presidio. Hoy—sigo desde el ventanal—se dispone a mondar una naranja recién cogida en el patio. A su lado observo la caja de legajos y papeles varios. Saca un rollo de papel higiénico emborronado, como escrito ¿a bolígrafo? ¡Con esto se dispone a limpiar la hoja de la navaja! Me pregunto cómo hizo pasar desapercibido un bolígrafo en Guantánamo, pero prefiero que no me conteste. Con cuidado deposita la naranja mondada sobre la mesa. Le conozco: un reloj acaba de pararse en su interior para dar vida a algo nuevo. Desde el naranjo se precipita una fruta. Imposible sobresaltar al abuelo. Desde Guantánamo mi abuelo ajusta cada palabra y cada silencio no sea que alguno se convierta en cerrojo. Salgo al patio porque en nuestro lenguaje compartido sé que él me reclama: me traspasa una herencia de arenas, ventiscas y días enteros enterrado bajo las dunas con una rosa del desierto coronando su frente—y la mía—. Si me hacéis un cálculo biométrico del rostro no alcanzareis a descubrir la procedencia de una recitación que, de igual manera, no se oye ni tampoco cesa”.

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