Café turco

Aquel deficiente mental salió despedido por la puerta de la cafetería para caer como un saco sobre la arena rojiza de la plaza. Inmutable el árbol de moras regentaba la plazoleta. Guardaba en su silencio el fluir de la savia. Algunas de esos frutos negroazulados pintan el suelo añadiéndole aún más aroma a agosto. En un costado de la placita, una vieja cafetería turca. Pronto las gotas de lluvia resbalarán por los cristales del establecimiento y como un serpentín destilarán aromas a heno. El toldo de la cafetería, ennegrecido de nostalgia otomana permanece. Eso es lo que hace. Permanece. Confabula tratos de eternidad con las columnas de madera de cedro, talladas con motivos florales que recuerdan al paraíso. La arquitectura de las casas sostenidas desde siglos por materiales del sultanato, resguardan de la destemplanza del cielo veraniego en Estambul. La sombra del moral se alarga como un brazo busca a su amante para dar sombra fresca a los bebedores de té. El velador comienza donde apoyan la espalda los clientes, sobre los ventanales que dan a la calle. Desde esa atalaya privilegiada contemplan la vida de los viandantes, marcadas -ellos lo saben- no por el recorrido de las manecillas del reloj, sino por el paso de las civilizaciones que se postran sobre sus futuras tumbas. Cualquier muerto en Estambul se entierra no encima, sino debajo del sultanato. Las civilizaciones se congregan sin solución de continuidad delante de cualquier café antiguo de Estambul. En una mesa aledaña dos hombres de occipucio plano comparten y fuman una pipa. En la mesa de al lado, justo debajo del árbol, una chica joven sorbe un batido de yogur, mientras mancha sus dedos con una mora caída sobre su mesa. Se despereza algún rumor en las hojas. Los toldos también comienzan un capoteo. Es ahora cuando se acerca un viejo pintoresco, cabeza cubierta con tarbush – no exento de osadía en todos los sentidos-, el gorro seña de los súbditos del sultán. El renovador de la patria turca, por su parte, se encargó de cambiar los hábitos de moda, tan necesarios cuando cambian las cosas. Menos osado fue el viejito, sin embargo, cuando leyó los posos de café a una extranjera alucinada. Bajo una marquesina aledaña, las últimas mesas del café comparten ubicación con las primeras tumbas del cementerio. Allí mediando cafeína entablan conversaciones los vivos y los muertos, o los muertos y los vivos, según se mire.

Cuando el idiota aterrizó sobre la tierra rojiza, salpicada de moras, a nadie pareció sorprenderse. Sólo, en la marquesina de fuera levantó la mirada de reojo un lector del vespertino, sentado como estaba sobre un tapiz de kilim que almohadillaba el banco. El joven caído se incorporó del suelo hasta conseguir la verticalidad, como trepando con sus manos desde sus propios tobillos, recorriendo las piernas, las rodillas y el muslo. Miró con recelo a la puerta de la cafetería y aligeró el paso hasta sentirse seguro bajo los soportales que conducían al puerto. Allí le esperaban el vaivén de las barcas sardineras y los gatos de Estambul.

Quien arremetió contra él y le propició la embestida final para que mascara tierra, no fue otro que el viejo Orham. Conocido no sólo en el barrio de Karaköy sino en todo el Cuerno de Oro por tratarse de un venerable héroe en la guerra de Chipre.

El oligofrenico importunó – según interpretaba la parroquia, sensible a la reputación del lugar-, a unos clientes extranjeros, con preguntas que más parecieron reclamos de atención que duda existencial alguna. Como una entrada sin permiso pisando el suelo recién fregado, generó inquietud entre los camareros y algún comentario susurrado llegó a la oreja de Orham. Cayó en la cuenta del papel de toda su vida. Hombre de mostacho blanco sobre labios finos, mandíbula prognata sonrosada y unos ojos celestes famosos que centellearon en los campos de batalla. Se trataba de un jeque, rodeado por esa peculiar aura de respeto y distancia que proporciona sobrevivir con honor a las guerras. Los extranjeros, por su parte, pronto cayeron en la cuenta del rostro asimétrico y sindrómico del muchacho. Con lástima y educación aceptaron su presencia y el trivial interrogatorio. El grupo lo formaba dos parejas de profesores universitarios. Italianos y españoles. Dos parejas con sus hijos. En total tres jóvenes que rondaban dos décadas de edad. Disfrutaban del viaje, los padres tomando notas en el cuaderno y ellos grabando experiencias a pelo. Ya se refería Spinoza al viaje como una fuente fundamental de enseñanza. Ambos profesores, doctores de Historia, se acercaron a Estambul atravesando los ciclos de conferencias en la Universidad, concertando visitas arqueológicas y vestigios otomanos, para caer de bruces sobre los restos del sultanato que se adivinaban en el rostro de la gente. Unas veces el orgullo de las miradas, otras los actos de generosidad de quienes nacieron en la magnanimidad. Rostros antiguos, de aquellos hombres y mujeres insertos en una sociedad occidental con escuadra y cartabón. Así se dejaron llevar por el asfalto de las carreteras, por la sorpresa de los vendedores de manzanas frescas en medio de la urbe financiera o por los poemas que se escriben en la linea del nivel del mar del Bósforo. Vestían con americana informal, camisa y chaleco. La corbata de lana, relajada en el cuello. El cuaderno de notas sobre la mesa, junto a la bandeja de cobre del servicio de cafés. En un extremo una nevada de delicias turcas. En el otro extremo de la bandeja, tazas diminutas de un café que podía masticarse. Hoy tomaban un respiro de la intensa visita al Palacio de Topkapi. Conferencias, reuniones y concertación de más citas, uniendo historia y literatura a los caminos que cada dia se les trazaba al salir del hotel para recorrer la ciudad. Esa misma mañana- pensaba ahora el doctor, mientras se embadurnaba la boca con la espesura del café- despertó por la llamada del muecín y aprovechó para empezar el día antes del amanecer dando la vuelta a la manzana del hotel. Caminaba por la calle y como en un ensueño de antes del amanecer, volvió a verse de nuevo caminando entre tumbas, como aquellas de las mesas de al lado. Sencillas, como simples monolitos dirigidos en dirección a La Meca. Solemnes, como sus propios pasos poniendo notas al silencio de la madrugada. Al cabo retomó un callejón para retornar al mundo de los vivos-. La reflexión y el recuerdo se hizo añicos cuando desde el interior del local, como un león apareció el señor Orham con el fin de interceptar al tontito. Orham Acemoglu, insigne de la barriada Karaköy. Ex-consejal jubilado y, sobre todo, héroe de guerra en el setenta y cuatro. Pareció llegar desde otro tiempo, con todos los galones adheridos sobre los hombros y el mostacho. Un turco de ojos centelleantes con aspecto de general del Imperio británico. Todo un ídolo en el Karaköy. A pesar de sus ochenta años conservaba aún el aspecto bravo que reconocían desde siempre quienes le vieron criarse. Como defensor de la comunidad la emprendió con su vozarrón y un par de patadas en el culo al tonto del culo. El infeliz no vivía con motivo, sino yendo y viniendo de un goce instantáneo y sin ley que él mismo rastreaba.

Cuentan que al atardecer de algunos días, le daba por ausentarse para colarse como un hurón en la granja de su padre por unas tablas carcomidas del cobertizo, bajaba por el pajal hasta los establos y en la entrada misma, donde su padre disponía los cantaros de leche ordeñada para el reparto de la mañana. Allí se empinaba a golpe de bíceps algún que otro cántaro para saciar su deseo de leche, lo que parecía unos de esos goces irreductibles del pobre enfermo. Cada mañana repasaba el padre el olor de cada cántaro, pues el lábil mental escanciaba la leche sobre su boca sin respiro, conocedor del atropello pero esclavo de un ansia que no cejaba por más que el cauce lácteo fuese más y más grueso. La derramaba por el cuello, después la barriga, empapaba la camisa y no se desvestía durante la noche entera hasta notar el olor ácido del fermento lácteo mezclado con el sudor del pecho. Cada mañana el padre acabó acostumbrándose a inspeccionar las cántaras. Buscaba indicios de derramamiento y olores sospechosos. La cántara ultrajada invariablemente olía mal. El hijo en su afán de esconder la falta, recuperaba el nivel de leche completándola con orín propio. Aquella anécdota era tan conocida en el Karaköy que lejos de rechazar al joven, supieron mantenerle a la distancia oportuna. Su lugar acabó siendo adonde deambulan en Estambul aquellos que caminan por los márgenes frágiles de la razón: el puerto con sus gatos.

Los doctores en historia, ubicaban la patada en el culo y la vía expeditiva empleada por el general con la flema propia que otorga el estudio de la historia. Estambul sigue depositando capas de civilizaciones como un estrato geológico. Saben de los gígolos turcos promocionando pasiones occidentales mientras son sorprendidos por un llamado de miradas antiguas, un orgullo casi ancestral que les atraviesa la condición de historiadores. No había un después de 1922. Las trincheras no solo se erigen destrozando campos de trigo. También escarban y diseñan las circunvoluciones cerebrales. A los hijos de los académicos, sin embargo, les sonó todo la anécdota cruel y extendieron una proclama a los derechos humanos, haciéndose de camino preguntas por las patadas y cuchilladas entre hinchas de fútbol, también el en seno de la Unión Europea.

El esplendor imperial desagua en el Bósforo mojando ambas orillas. La europea y la asiática. El esplendor se disuelve en las aguas infestadas de medusas.

Pasado el vendaval, comenzó a gotear sobre los toldos ennegrecidos de historia y sobre la cubierta de chapa del alma turca. En una sala del Topkapi, cerca de los aposentos de los haramies, aún se exhiben en urnas: una espada del profeta, la reliquia de algunos de sus cabellos y unas esmeraldas del tamaño de un puño. No cabe tontez alguna.

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