El médico me dijo que así era como se llamaba el hijo mayor de su tutora, cuando él realizó la residencia de especialidad. Yo le puse de nombre Cayetano, no se por qué. Tengo al manía de ponerle nombre de persona a mis mascotas. Curra se llamaba mi gata de toda la vida, es decir, dieciséis años que es toda una vida gatuna, que duró la Curra sin visitar veterinario.
Aquel médico llevaba varios meses tratando a mi hijo. Bueno, le trató dos veces y desde hacía unos 6 meses dejé de verle, dado que la otitis recidivante que sufría Toby curó. Sí, este es el nombre de mi hijo…sí ya se que tiene nombre de perro, pero puede que tenga algún sentido en éste texto que haya confundido nombres propiamente humanos y animales. No obstante, mi perro se llama Cayetano, como el torero.
Casualmente, me encontré al médico en los aparcamientos de casa. Venía a visitar a una vecina casi centenaria, que desde hacía veinte años había optado por ser tratada por un médico inusual que, según me decía su nieta, había reducido las pastillas que tanto odiaba la señora. Las visitas eran prácticamente anuales, pero en los últimos meses, la viejita deseaba la presencia de su médico a su cabecera cada tres, dos y cada mes. Hasta su muerte en el hospital, tras una fractura de cadera, el médico la acompañó.
Doctor, cuánto tiempo, y él me saludó con una cortés distancia no sin preguntarme qué tal iba Toby. Muy bien, ya no sufrió más otitis desde la segunda vez que nos vimos, uf disculpe tengo prisa porque voy a comentarle al veterinario de mi perro qué hacemos con él, parece que se muere, tiene hepatitis. Y cómo sabes que tiene hepatitis fue su pregunta, pues porque le hicimos analítica y una radiografía de abdomen, tenía el hígado grande y está que no se mueve, lleva cinco días que ya no alcanza a beber, rechaza el cuenco de agua y hasta la medicación del veterinario. Está escuálido, los ojos de un color rojo seco, le comenté compungido y no exento de un nudo en la garganta. Cómo se llama me dijo, a lo que le contesté que Cayetano, pues como se llamaba el hijo de mi tutora, cuando hice la residencia de la especialidad. Doctor, aunque usted no sea veterinario, le dije sumido en una amargura pariente de gestos y preguntas irracionales, podría verle, le gustan los perros, cierto que lo abordé a degüello, sin querer leer gestos de rechazo ante mi impaciencia, rozando la impertinencia.
Cuál fue mi sorpresa cuando accedió al momento. Hay médicos que acuden sin excusa ante el dolor ajeno, y no cambian su semblante amable y solícito incluso ante el paciente más rancio y pesado. Suelen comprender los sentimientos que acompañan al dolor físico, con frecuencia el miedo ante lo más irrevocable que se nos presenta, día a día, momento a momento. Qué absurdo, había logrado que un médico visitara a mi perro.
Allí estábamos, Cayetano, el médico y yo, en el patio de casa. Cayetano dejaba una película húmeda de sudor sobre el terrazo en el que llevaba tres días sin levantarse. El cuenco del agua a tres lenguas de distancia. Esfíngico, no movía un músculo, jadeaba sonoro pero lento, no mostraba más que ganas de morirse -pensaba yo- y eso pasa cuando no mueve el agradecido rabo cuando se le acaricia.
El médico, había tomado asiento en el porche, a unos tres metros del perro. Me hacía preguntas mientras no quitaba ojo del animal. Y me dijo que le acercara el agua y observó que no tenía fuerzas para rechazarla pero tampoco para beber. Le molestaba el frescor húmedo en el hocico. Y me dijo que le acercara alimento. Y seguía sin quitarle ojo. Unos veinte minutos después abrió su maletín y extrajo un frasco pequeño cuya etiqueta, logré leer al dejarla sobre la mesa de roble, refería china.
Tomó entre índice y pulgar unos gránulos de azúcar y los colocó en la encía superior de Cayetano, previa retirada de aquellos labios mofletudos que tanta ternura despertaban en mi perrito. Mientras hacía eso, acercó su rostro al oído de Cayetano y algo, que yo no lograba oír le dijo al can.
Lo que vino después, para ustedes, solo queda en el ámbito de la creencia, pues jamás pude comprender, y aún no me explico lo sucedido. Por eso ruego confiéis en mi palabra, que gustoso trasmito, como aquel que entusiasmado relata algún acto bondadoso o de noble cualidad que haya realizado un ser humano, y que sirve para darnos confianza los unos a los otros.
Después de colocar los gránulos en los belfos del Caye – era así como le llamaba cuando se escapaba- o, no se si fue por lo que le susurró al oído, qué más da, a los, no más de diez segundos, el perro se levantó con dificultad, se dirigió a mi y zigzagueó el rabo varias veces hasta acostarse de nuevo, le acerqué el agua y bebió dos lenguetazos y yo mismo fui dándole los gránulos de azúcar cada ocho horas, y cada vez volviéndose a levantar espaciando más y más el descanso. Hasta que se restauró su salud.
Eso sí, no supe repetirle el ensalmo que le dedicó aquel médico, que llevaba veinte años tratando a la casi centenaria vecina. Ojalá me hubiera contado aquella sucesión de palabras mientras ponía los azucarillos entre los dientes del Caye.
Un día me llegó la noticia. Había dejado ya la consulta.
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