La ambulancia se adentra en el bosque por el asfalto sin baches. No aúlla la sirena, ni rachea en las curvas. Tampoco las ramas cansadas de las encinas invaden el gálibo del vehículo. Este año, en la pedanía se han hecho los deberes de la poda a lo largo de toda la linde de la carretera. Aún así, las primeras digitalis rozan, púrpuras, el retrovisor. Un túnel frondoso de castaños, por tramos, permite el paso entreverado de sol. Cuando el conductor toma la recta del valle, mete la quinta marcha: puro placer ver pasar a los chopos en silencio.
Durante el trecho último, el médico sujeta—casi acaricia—el asa del maletín, recuerda el motivo del aviso y su rostro experimenta un camaleónico cambio para ser el hombre en disposición de curar—o, en todo caso, paliar el dolor—, la enfermera accede a la caja de guantes desechables y el conductor gira en el desvío de entrada al pueblo, donde terminan los chopos. Tintinean las ocres hojas, como la zozobra que precede a todo aquello que, sin duda, se desprenderá.
Han pasado ocho días desde la última visita a ésta paciente. La enfermera recuerda a la mujer rodeada de franela algodonosa y un suave aroma a lavanda seca. El médico reconoció aquella faz que iba adentrándole por el sudoroso sendero del destino, con los pliegues nasales todavía esponjosos, que sonreía a pesar del sopor morfínico.
En esta tarde de otoño vuelven de nuevo a aquella aldea. Desde la calle de la iglesia una viejita sube a la acera, deja paso a la ambulancia con mirada complaciente y la sonrisa leve. Sabe para qué ha venido el médico y agradece hoy su presencia en el pueblo. (También su marido andaba algo delicado). Saluda con un parpadeo lento. A esta hora desciende el vuelo de las cigüeñas a la torre de la abadía, mientras tanto el equipo medico baja de la ambulancia y se dirige por el empedrado hasta la casa frente al portalón de la iglesia. Las cigüeñas castañetean en los nidos, después logran acallar los encuentros entre ellas y entonces la abadía atesora, por fin, el silencio.
En esta tarde de otoño han vuelto de nuevo a aquella casa. El médico delante, la enfermera detrás y después el ambulanciero. Éste sabe que no tiene por qué cargar con el monitor de electrocardiograma. El doctor, contra protocolo—y con fonendo al cuello— ante tanta evidencia no suele permitir la invasión de los cables. Han pasado una semana y un día y en aquella casa le esperan. Como se espera lo que acabará por desprenderse, como se espera la salida de cuenta de una embarazada, como se espera una confirmación, un sello que abra una puerta. El hijo de la mujer les recibe en el zaguán. Al invitarles a entrar libera el labio superior de los dientes inferiores que aprietan desde hace minutos. Por fin, el hombre suspira. También viene a husmearles el perro, ladra una sola vez, se retira despreocupado como si ya hubiera cumplido y, dando la espalda, por el fondo del pasillo se pierde en el patio, en el azul de las hortensias.
Un aroma de levedad soportable impregna el aire, llevando a las habitaciones la quietud de las encinas de detrás del patio. También fuera, sobre el nido de la torre habrá alguna cigüeña—alguna de ellas—que levante un vuelo inesperado, por lo que se hace llamar la falta: la necesidad de una rama, una hebra en el nido, un miedo por un polluelo, un vacío que alza nuestros cuerpos cuando todo parecía dormido. Todos los aires—y sus aromas—atraviesan el pasillo de la casa. Desde la torre de la iglesia hasta la puerta de entrada, y desde ahí se distribuye por todas las piezas, mueve los goznes de las puertas, la de color verde agua del patio, la de la habitación de la muerta. Allí todos permanecen quietos. Están todos, las tres hijas, el hijo varón, el marido, los nietos. Quedos, con las miradas esperan al doctor, parecen vivir transitando por un lugar extraño adonde parece prioritario el advenimiento de una señal clara. No es momento de reparar en detalles nimios, ninguno mira las manos del doctor, nadie se percata de su frente amplia de campo de trigo, ni de su nariz recta con la que todo lo huele por defecto, nadie recaba en su porte, en la corbata de lana sobre camisa blanca. Y sin embargo, uno a uno lanzan una mirada sedienta, primero uno, después otro, y luego la otra, y la otra, a los ojos del médico. Y no reparan en sus párpados, ni en el cansancio acumulado de los ojos. Escrutan el iris, cual fuese una marmita adonde se adivina el futuro. Buscan afanosos una chispa sorprendente que desalinee de las pupilas del doctor la fatalidad del éxitus. El médico— circunspecto—se acerca al cuerpo.
Como suponía el ambulanciero, este médico sólo tomará el pulso. —En todo caso—piensa—pondrá el fonendoscopio sobre el pecho, ¡le puede caer una, con eso de no certificar la muerte con el monitor electrocardiográfico!—.
Muerta, y cada vez más hacia dentro de la tierra, sin músculo que la sostenga y con el rostro celeste de quien ha sido cuidada hasta el final. El cuerpo lavado, las sábanas de algodón y la lavanda seca.
El médico cierra los párpados de la mujer, mientras recuerda a su maestro, quien le diría: “El mejor fonendoscopio: el Corazón”
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