El marido de una mujer enferma avisa al médico solicitando una visita. Lleva una semana con mareos incoercibles.
El médico se presenta con un saludo expectante, pregunta y ella contesta con una voz como hilada bajo una oscura manta. La encuentra con la cabeza apoyada sobre el cabecero del sillón, el rostro céreo, los labios cuarteados, los ojos cerrados. Habla empeñada en demostrarle que parte de su enfermedad consiste en no poder abrir los ojos. El médico dilucida: la enferma no quiere abrirlos. Algo no desea ver.
Es imposible una exploración del aparato vestibular. Algo le impide erguirse por ella misma y caminar.
La escucha como si fuese la única persona de este mundo. Le mira todo su rostro, ella sabe que le examina cada pliegue y cada rictus de su rostro. Una leve apertura de los ojos permite comunicarse con los del doctor. Su cara semeja un huerto que recibe regadío tras días de abandono, algunos tallos mustios se yerguen. Bajo la dermis un color rosáceo busca luz.
De entre todas las preguntas del médico, hay una que resulta fatídica. Discípulo de Sócrates y como verdadero iniciado del templo de Eleusis, formula una pregunta capaz de atravesar el tejido enfermo. No sabe de su alcance. Tan solo se hace una idea cuando evalúa los síntomas de nuevo. La enferma no sabe qué responder pero, sin duda, ha iniciado su callada respuesta.
Llevan un buen rato conversando, ella con los ojos abiertos, él sabiendo más de ella y menos de enfermedades.
Cada dia menos médico, él atraviesa el mar Mediterráneo de vuelta a Eleusis.
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