Qué más puedo pedir. Tengo la voz y la escritura. Bueno, al menos la escritura. Quizás la medio-escritura. Algo tengo. Tengo un algodón de azúcar enhebrado en un palito. La madeja rosada de aroma a fresa. Aún recuerdo aquel olor dulce. Me compañaba siempre en los paseos por la vereda de algarrobos que solían culminar con un estruendo musical que a forma de géiser brotaba del tiovivo cuando éste se empeñaba en salir por la tangente. Música, gritos y risas histéricas. Al fondo los coches locos y el trompeteo, señal: final de viaje. Aquellos viejos niños sevillanos recordamos el olor de los puestos que jalonaban el camino previo hacia la feria. Turrón barato y rosa algodón de azúcar. En una mano el palito dispensador del dulce, de la otra, mejor aún, la mano cálida de mi padre envolviendo la totalidad de todos los deditos. Llegamos. Se oye el trompeteo de los coches locos. Mi padre se apresura a sacar dos tíquets de viaje. Iniciada la carrera hacia la ventanilla, me alza en brazos para aligerar y, aunque intento separar el palito de algodón, no puedo evitar que algunas hebras me rocen las mejillas. Se vuelven pegadizas y melosas. Pero antes incluso de este dia de feria con mi padre, Mariana, la vecina mayor que cada mañana porfíaba por besarme las mejillas mientras yo intentaba esquivarla y restregarme la cara con insistencia tras el beso, decía que huelo tan bien- ¡hay que ver lo bien que huele siempre este niño, como a fresas!-. Quedaron grabados demasiados mensajes en mi cuerpo. Este es el evento de lo que quedó en mis mejillas, pero aún hay más. Cierto que no necesito tatuajes de tinta. Por ejemplo, llevo olores que me identifican y despliegan historias antiguas adheridas todas a mí. Me explican sin palabras.
Un dia me desnudé delante de ella. Y ella delante mía. Fue la primera tarde caída. Éramos jóvenes, muy jóvenes. Nunca se sabe si se puede ser más joven aún para una tarde caída. Sus dedos aireaban mi piel, a cada roce, pulsión, apretón, hondonada, a cada rascado que producía el paso de sus dedos se desprendían de mi piel los aromas antiguos. Todos, todos los aromas. Los tés que me tomé, las tostadas de madrugada inventadas con mis amigos poetas, el sudor al correr por los campos enhiestos de amapolas, el olor crudo del cuerpo de guardia cuando soldado, el olor de las bocas que se acercaron, los jazmines que me llovían al podar, la colonia infantil entre pañal y pañal, los perros que celosos guardaban su territorio de feromonas, los chorros de leche materna, el olor premonitorio de la hora de los moribundos a quienes acompañaría, el olor a acantilados y sal marina de las mujeres venideras. Todos los aromas guardados en la piel se desprendieron al paso de los dedos, como cuando una seta suspira polvos de hifas nada más rozada.
Después de largos años, en un algún giro de esquina de alguna calle sevillana vuelvo sobre mis propios pasos y, de entre todos los olores que la ciudad regurgita y digiere una y otra vez, aprecio ténue pero presente aquel aroma a algodón de azúcar.
Los viernes echo un rato jugando al tenis con mi amigo Enric. Solemos besarnos en la mejilla al acabar el partido. Esa costumbre es un reducto de eternos rivales que fuimos en el tenis, y de algo fraternal, también. Qué menos, reconocernos a cada instante como si uno fuese un espejo del otro. Y suele decirme: otra vez tienes las mejillas pegajosas y …dulces.
Me apresuro a escribir eso. Como si algo vital insistiese en escribirse y , a su vez, quedase en relatos, novelas, poemas, crónicas que como una dulce manta cobija secretos. Me apresuro, aligero, a sentarme en el escritorio tras el partido de tenis.
Así caigo en la cuenta de que escribo porque la esencia, lo mejor, se empeña en no ser escrito.
Estoy en una cafetería leyendo «Algodón de azúcar», a medida que voy degustando cada una de las líneas escritas también voy sintiendo los golpes acompañados pero rotundos de mi corazón. irremediablemente unas lágrimas comienzan a anegar mis ojos, sin embargo, echo de menos el nudo en la garganta; simultáneamente me doy cuenta que el Phármakon contenido en este relato ha desatado un mar de fuerzas, además del nudo opresor. Sulphur tendrá que aprender a dejarse llevar por tal oleaje.
Otra cuestión que me asalta, inquieta, que insiste en acompañarme es la imposibilidad de decir o escribir la esencia, pues ¿Cómo fijar en palabras lo que no está sujeto a nada?
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