Aplausos de altura

Vuelo Sevilla – Bilbao. Llevamos cinco minutos de baches y, a diferencia de conducir por un camino rural, sobrevolar a treinta mil pies del suelo desencadena en la mente un imaginario sin igual. ¿Qué hacer cuando nuestras alas son semejantes a las de Ícaro, construidas ignorando que la cera se funde con el calor del sol? Y no, no me refiero a las alas del avión, sino a las del avión que cada viajero ha construido en su mente. Sí, cada cual: un ala diferente. Los peligros desconocidos o invisibles activan fantasmas personales, como una sequía arrasa y se transfieren más allá de la persona misma. Entonces suele predominar un imaginario colectivo donde se impone sin doblez el instinto de supervivencia. De ahí, los médicos antiguos no erraran mucho al explicar la enfermedad bajo la luz del medio ambiente, ese cajón de sastre donde se conjugan como un fino entramado lo manifiesto y lo imperceptible. Aquí, el miedo emana como una pestilencia invisible.

Sólo una vez sufrí un mal trago conduciendo sobre terreno pedregoso. Llevaba a mi padre al hospital. Con cada vaivén por la carretera de las parcelas los huesos de su pelvis cuarteados por la metástasis no soportaban ni un gramo de presión. Aquella época de mi padre en tratamiento paliativo coincidió con el estreno de presidencia en la asociación de vecinos. La primera iniciativa del nuevo presidente pasaba por el reasfaltado de aquellos caminos del demonio. En mis pupilas permanece aquel hombre arremangado dirigiendo una cuadrilla de trabajadores con alquitrán y una apisonadora. Y también el recuerdo de mi padre, posando la mano izquierda sobre mi pierna del acelerador e indicándome callado, ni hablar podía, que disminuyera la marcha. Aquellos baches tenían entidad clara para él. Dolor. Era lo que había.

Bien distintos son los baches aéreos. Sufrirlos desde las alturas del endiosado progreso despierta temor por todo aquello que sobrepase el control de la ciencia. El comandante de vuelo, pone un premeditado esfuerzo por expresarse con voz modulada y tranquila, casi al punto de invitarnos a un café con pastas tras sus palabras por megafonía. – Señoras y señores pasajeros, estamos pasando por un área de turbulencia. Es un fenómeno frecuente durante el vuelo, durará unos segundos, por lo que rogamos manténganse en sus asientos y abróchense los cinturones, hasta nuevo aviso. Les recuerdo que pueden entretenerse con la película “Amor en los tiempos del cólera” que tienen disponible en el set de vídeo de vuestro asiento-. La vocalización dejaba alguna “ese” final en el olvido y alguna j como h aspirada con un relajado aire isleño. Pasados unos segundos comenzó a respirarse una subjetiva falta de oxigeno en la cabina del pasaje.

Según el parte metereológico del día soplarían fuertes rachas de viento del norte. En la pasada década de los treinta el tiempo ventoso del norte ya se introducía de igual manera a través del escueto valle preliminar a Bilbao para encarar la ciudad y su ría. Por ahí se sortea la Cantábrica y allí mismo los ingenieros de la época diseñaron los primeros esbozos del actual aeropuerto de Loiu. La pista se amplió con los años y, de forma sucesiva, pasó de los mil quinientos metros, a los dos mil y los dos mil quinientos de longitud de pista. Así pues, el comandante de nuestro vuelo, natural de Cádiz, disponía de dos kilómetros y medio de algo semejante a un túnel del viento para aterrizar. Aunque el temple de su voz presuponía control de la situación, para colmo cuando comenzaron las turbulencias dejó de manipular los mandos del avión y, como acostumbraba, se dispuso a tomar el té de las cinco, lo cual ya le había granjeado a partes iguales fama y chanza por parte del resto de la tripulación. A las dieciséis y treinta -hora de vuelo- invariablemente pedía a la azafata que le sirviera un té – que él llamaba- “de las cinco”. No era inglés, sino gaditano y una simple turbulencia no le iba a aguar el té. El avión viene diseñado con el Sistema de Estabilidad Positiva, apto para entrar en funcionamiento en caso de turbulencias. Se activa sin necesidad de preaviso por parte meteorológico de aeropuertos, ni siquiera por radar meteorológico de cabina. En tales casos es aconsejable navegar sin manipular los mandos. La tarde, pues, no podía presentarse más gratificante. Eran las cinco en punto.

Un súbito bamboleo derecha izquierda generó en mí la convicción de que a continuación se resquebrajaría el ala derecha. La percepción se volvía cada vez más confusa entre las voces de pánico del pasaje y la espesa nubosidad que encapotaba las ventanillas.

Avezado acróbata no solo en las lides del lenguaje, el piloto logró no derramar ni una sola gota de té. La mujer de mi lado se precipitó escopetada sobre una bolsa de papel. Nada sabía de ella salvo que, de escasa estatura, facciones delgadas y ojos celestes, requirió mi ayuda mientras pretendía subir el equipaje de mano al compartimento. Olía a una mezcla tenue de rosas y sudor solapado. La apariencia femenina cobraba un extraño atractivo con la tez pálida y los efluvios del miedo manchando sus axilas. Ahora hago memoria retrospectiva y observo su condición de auténtica aerofóbica. Por lo demás, el resto del pasaje que ocupaba los asientos colindantes parecían tranquilos y acostumbrados a la travesía. En los asientos delanteros tres hombres en la treintena con peinados rudos y ataviados con polares. En el asiento adyacente a la muchacha doblemente perfumada, un ejecutivo con trazas de ejecutor, facciones alargadas, pelo negro azabache e incipiente coronilla, un pendiente escueto en el lóbulo de la oreja. Apuntaba maneras de ser el delfín de un gran tiburón, no ducho aún en los lances financieros pero lanzado al anfiteatro por su mentor con premeditación. Sin duda, aún no sabía prescindir de su inutil juventud. Tampoco tardó mucho en perder la compostura.

Pasamos el tramo final del trayecto con el cinturón de seguridad puesto, los auxiliares de vuelo no ofrecieron café, bocadillos, propaganda de licores ni sorteo de números premiados. Una mujer de la misma fila pero al otro lado del pasillo, de unos cincuenta años, guapa y sonrosada comenzó a tomar un cariz rubicundo y sofocado, mientras insistía por desprenderse del cinturón como si este le interrumpiera el tránsito. Un bache brusco le quitó por un momento la conciencia, o la presencia – tanto necesitaba desaparecer de escena-. El adolescente de su lado preguntó a viva voz si había algún médico. Iba a levantarme del asiento cuando, por fortuna, entornó los ojos a los cinco o diez segundos dando signos de vuelta a nuestra ruleta. Así que me incorporé por un momento para hacer una inspección visual y asegurarme de su estado. Parece que en el cielo, ese lugar de permanentes conquistas humanas, la percepción de seguridad que ofrece el progreso se oblitera y cambia. Incluso si fuera un ingeniero de materiales, empeñado en demostrarse con fórmulas matemático-físicas la elevada resistencia del fuselaje me aparecerían los fantasmas que dormitan detrás de la razón y después los de la emoción y, aún más detrás, la tiranía del instinto.

Por mi parte, desde mi condición de médico, ignoraba cuáles eran los conocimientos técnicos del comandante que le permitieron ni inmutarse mientras el pasaje gritaba de pánico y él saboreaba su dichoso té de las cinco sin tocar un sólo mando. Intenté concentrarme en dos cosas: me alegré de comer poco para que mi perímetro abdominal no requiriera de un canasto para guardar las tripas y que para morir bastaba cualquier momento. Así me tranquilicé a pesar de una náusea que iba y venía.

La fuerza del viento no aminoró durante el descenso ni durante el aterrizaje, y con el bamboleo lateral, agorero de desastre, notaba el corazón de la gente en sístole sostenida mientras las ruedas rozaban pista, primero una, ¡después la otra!, el avión apresuró la marcha sobre el asfalto, la mayoría de los viajeros con los ojos cerrados, los corazones soltaron la sangre retenida casi al unísono: diástole larga y sostenida y de nuevo sístole, diástole y, sin embargo, la sangre no llegó al cerebro- es un decir, para comprender nuestras incongruencias- hasta después del estruendo característico de la frenada y de que el avión no se pusiera a unos ciento setenta kilómetros por hora, por tierra. Al poco, fue entonces cuando se desató el aplauso. Un jolgorio histérico, seguido por algún llanto y una ocurrencia excitada de alguien que deseaba abortar el llanto de otro por no llorar él mismo. Aún los móviles permanecían en modo avión.

La chica diminuta pareció salir de su parálisis: desató la lengua. El avión viraba, casi a paso de hombre, situándose frente a la escalerilla de embarque. Los diálogos ocuparon la cabina del pasaje, algunos transmitían una camaradería propia de la infancia, alguien mostraba gestos de hermandad con el pasajero de al lado y abríamos los armarios de equipaje. La chica menuda, amable solicitó otra vez mi ayuda. Me hablaba sin distancia, consciente de haber compartido la intimidad de su desajuste vegetativo. Vomitar o perder el control sobre los esfínteres destroza definitivamente la norma. Comenzó un monólogo liberador – Preparo mis viajes minuciosamente- me espetó mientras le daba su maleta-, con la compañía contrato la reserva, reservo el asiento, jamás en ventanilla, siempre detrás- después leí no sé dónde que esa elección era un craso error para una aerofóbica como ella-, controlo los horarios de llegada para no sufrir contratiempos en el inicio de mis clases de yoga en Bilbao. ¿Sabe? Soy monitora de yoga, aunque no lo parezca, pero llevo tiempo ejercitando el control consciente de cada músculo durante las asanas. -Y ¿cuanto tiempo me has dicho que llevas?- interrumpí sólo para que percibiera que los dos necesitábamos respirar. Prosiguió. – Mi maestro me dice que no debo preocuparme, cuando domine la técnica algo se desprenderá de mí y no necesitaré controlar nada. – Me miró a los ojos, por un momento, colocándose por primera vez frente a mí – Disculpa, estoy algo nerviosa, creí que moriría, cuando caí en la cuenta de que estaba viva solo era capaz de aplaudir al piloto y ahora, viva y sin aplausos, necesito hablar.- Le dije que la comprendía, que a mí también me vendría bien escucharla. Así que se apresuró a retomar su narración – Uso mucho el wasap, todo aquello que me inquieta lo suelto en un grupo donde, como yo, nadie tolera la injusticia, las cosas mal hechas, criticamos actitudes egoístas de aquellos que no piensan en los demás, bueno, ya sabe, supongo que se imagina.

Me quede con lo de las injusticias y las críticas a terceros. Y también con su impresión de que la muerte en accidente aéreo le sobrevendría sólo a ella. Esas reflexiones distrajeron mi camino hacia el taxi. Me acomodé en el vehículo e informé al taxista de la dirección del hotel. Un poco saturado y con una extraña sensación de invasión me postré en el asiento posterior. Recordaba la imagen de la chica menuda y lívida en medio de las turbulencias mientras en el habitáculo del taxi una nausea leve ascendía desde el centro de mi barriga. Puede que me quedara dormido o sumido en una ensoñación. – Son quince euros con veinte- parecía llegarme la voz del taxista procedente de un hilo musical, y no acertaba exactamente a comprender qué decía, hasta una segunda o tercera vez que lo repitió. Me excuse con el buen hombre y la mediación de la mampara de metacrilato le evitó una salva de tos seca mientras mi monedero abierto desperdigaba monedas sobre el asiento del taxi.

Llovía en Bilbao. Antes de bajarme del coche el viento racheado doblegaba mis fuerzas. En el hotel me acosté sin cenar, medio aturdido y montado en un carrusel aéreo que parecía no interrumpirse. Sístoles y diástoles de alta velocidad, aún mayores que en aquella frenada del avión.

Por la noche, despierto entre escalofríos me coloco varias mantas, tomo un gramo de paracetamol. Pido una infusión de jengibre con miel y tras beberla a pequeños sorbos, lo que permite la garganta en carne viva, me sumo en un profundo sueño:

“Estoy pasando consulta en un box de urgencias hospitalarias. Entran varios pacientes, entre ellos, uno en camilla: noventa años, aspecto apacible pero comatoso, Glasgow bajo, crepitantes neumónicos en ambas bases pulmonares y una saturación de oxígeno que alarma. Un intensivista pasa por nuestro lado y decide hacerse cargo del viejito. El jefe de la guardia avisa a viva voz – ¡Atentos: sólo nos queda una cama en UVI!- Acaban de llegar a admisión una mujer joven y un hombre de unos cincuenta años. Parece que la mujer presenta síntomas de catarro, la veo caminar asustada por entre la aglomeración de sanitarios hacia la sala de espera. El hombre, con un dolor opresivo en el pecho, no necesita triaje, la sensación de muerte inminente nos llega a todos. Le oprime el pecho sin cuartel, así que realizo un electrocardiograma y el descenso de ST en toda la cara lateral del corazón no demora tratamiento y llamada a la unidad de cuidados intensivos. Hombre de cincuenta y cinco años, deportista, no fumador e infartado. Los milímetros obstruidos en el cauce de la arteria coronaria izquierda determinan el hilo de la vida. Aquí lo microscópico hace estragos. En el mundo macroscópico, antaño las presas de agua condenaron a la inanición a pueblos prósperos. Los derroteros de la muerte son amplios, capaz de deslindar un último sendero vedado incluso para la entrada del médico o el experto.

Se lo llevan y me quedo con el ancianito, mi enfermera y un grupo de familiares discutiendo con el guardia de seguridad. Comenzamos el intento de estabilización del anciano, oxígeno a presión positiva, corticoides por vía y broncodilatadores. Me agobia la gravedad del enfermo. Me agobia el griterío tras la puerta entre familiares y el guardia y las menciones que hacen sobre una cama de UCI. Me agobia el sueño vívido sobre mis mejillas, cuando escucho los aplausos histéricos de esta tarde en la cabina del avión. Aplausos que resuenan en mi cara, dejándome señales de dedos de manos, aplausos sobre mi rostro, una sinfonía agresiva de bofetadas que lanzan mi cabeza de un lado a otro como un diapasón forzado. Los familiares han invadido mi consulta.”

Por fortuna, desperté sin fiebre. Aunque con leve dolor de garganta, ninguna señal en las mejillas. Mejoría del estado general.

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