Adela y Dios

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Mi nombre es Adela. A modo de presentación, no acostumbro a abandonarme a  tomas de decisiones que no provengan de la observación objetiva y la reflexión analítica. Asumo que me he dejado llevar por el Zeitgeist, como dirían los alemanes. Temo verme sorprendida por el empuje de la propia intuición, me parece muy de hippies trasnochados. Mantengo a raya todo aquello que pueda infiltrarse en mi amurallado laboral y, a la vez, evito en público lo que tengo de loba celosa de lo mío.  Suelo creer que todo está bajo control y basta con mi consciencia y todo lo científicamente demostrable para manejar mis pulsiones. Aprendí pronto a negar a Dios, con el fin de toparme a bocajarro con la libertad que me prometieron y parecía tardar en llegar. Ya se sabe: la contradicción eterna entre libre albedrío y Destino. Para ilustrarlo, hace poco conocí a un grupo de gente que se llamaban entre sí con unos nombres extraños. Les pregunté que por qué siendo occidentales tenían nombres exóticos, casi impronunciables. Somos musulmanes, fue la respuesta, a la que respondí impelida como un resorte: – Ah, yo no, yo soy libre-. Cierto es que apoyarse en un punto fijo facilita el balanceo. A mí, negar a Dios me columpia hacia la sacra creencia de libertad. Así que nadie se sorprenda si me ve balanceándome en éste columpio cuyo apoyo y sus cuerdas son las cuerdas y el punto de apoyo de Dios. Mece mi cuerpo con su característico movimiento de diapasón.   Cuando el aire me confronta el rostro mientras me columpio puedo imaginarme esa libertad que tanto ansío, aunque puede que se trate sólo de una sensación que rescato de la infancia o quizás lleve ya  inherente grabado un anuncio de cocacola. Como decía, la negación de Dios es mi punto de apoyo y la reiterada negación, junto a la edad, los estragos sobre la piel y la mutación de las estaciones entre floración a polinización , me oprimen cada vez más el pecho.

Los años pasan y no se si podré seguir negando a Dios para imaginarme la libertad, pero negarme a mí misma no puedo más. Os cuento esto porque -recuerdo- en mi más tierna juventud sucedió algo extraordinario que colapsó mis sentido y el entendimiento. Conocí a Juan. Delgado y feliz, el sufrimiento no se atrevía a recorrer los caminos por dónde él transitaba. Mientras nosotros, los amigos de la pandilla, empezábamos a imaginarnos un futuro de diseño estudiando con provecho, Juan sembraba – cito literal- aceitunas negras en el desierto. Sí. Así era. De aquella época puede que aún permanezcan sobre mis suprarrenales las aceitunas negras sembradas por Juan Salvador. Dice una tradición budista que si te incineran y no has malgastado tu esencia en tribulaciones y baratijas de éste mundo, entre las cenizas del cuerpo quemado y volátil, se podrá apreciar una nacarada perla. La barca flota con el cuerpo incinerado, sometida a un vaivén con chapoteos de agua. El viento racheado del lago eleva los restos de ceniza mientras descubre una perla que corre haciendo idas y venidas sobre la cubierta de madera. La barca se conduce dócil y predispuesta hacia la Otra Orilla. Juan y su inspirada versión andaluza de la tradición budista. Dónde ponían perlas, él ponía aceitunas.

Cierto, que fue a los dieciocho cuando conocí a Juan. Jóvenes. Me masajeaba los pies, los sensibilizaba con sus dedos duchos y suaves. Al incorporarme de la estera alpujarreña posaba los pies sobre las lozas de barro. Disfrutaba de aquella honda pisada. El frescor subía hasta el cerebro y la sensación de vida invitaba a esa vida que no cesa tras la muerte. Dibujaba con la huella del pie huecos de luces y sombras sobre la arena y allí me leía a mí misma y a todo aquello que habría de venir. Descubrí que no necesitaba posos de café ni sueños premonitorios. En aquellos años los pies fueron mis órganos sensitivos. Un cristal de mica, una crujiente hormiga , un pétalo de trébol jugoso y mis pies saltando y transmitiendo hacia el ojo interior la confianza de caminar hacia un futuro incipiente cada vez menos preocupante. Juan jugaba conmigo, ¡vamos, se divertía conmigo! Lo hacia suspendido desde el aire, su maestría sobre el suelo le permitía caminar flotando. Me ofrecía disfrute sosegado y confianza. Cualquiera está a tiempo de censurar ahora mi tono bucólico, pero no,  aseguro que soy práctica y utilitarista, hasta el punto de sentirme hoy día medio enferma por hablar de esto. El maldito y bendecido veneno que Juan inoculó en mí: la ponzoña de lo verdadero, que se hace ponzoña letal a golpe de encubrirla, como reconozco que hago. Aún esforzándome para que no me alcance su viento, no encuentro refugio para el vendaval de Juan. 

Esta misma noche el ventanal de mi alcoba se ha abierto una vez más con violencia. Por eso hoy estoy impelida a escribir en mi diario. Los goznes de la ventana parecían ceder. Ha soplado viento de levante, hemos tenido un calor soporífero tres días y tres noches. Antes de acostarme el cielo presentaba livideces, como la de los difuntos en la piel, se iluminaban con vetas verde fosforescente antes de emitir el trueno. La contaminación atmosférica en la ciudad estaba siendo notable durante el último mes. Persistía la boina negra de carburantes y ozono coronando la Giralda. Los muchos años de industria, las familias que de ella se han vestido y comido, los movimientos sindicales beligerantes y ahora virtuales, todo en su conjunto atenaza mis reflexiones sobre el Destino, porque el vendaval de la noche pasada, rugiendo por entre las persianas rotas, venía gestándose desde el inicio de los tiempos. Anoche aterrorizada creí perder mi libre albedrío.

 Aceitunas negras. La siembra de Juan, para mí consistió en apreciar la dorada perla alquímica, aquello  inalterable y puro que atesoraba el secreto de lo que soy y seré. Maldita seas, Juan. Bendito seas, Juan, y tu paso por mi adolescencia, ese destello de sabiduría efímera. Suele suceder en tales casos que el alma o se autorreconoce o hace reventar al cuerpo. Mis amigos varones no soportaron lo que veían y se estampaban con la moto en un muro; mis amigas tenían hijos, o fantasmas de hijos, sin llegar a ser madres.

Me pregunto si, de jóvenes, por un momento fuimos sabios. Cierto, de forma estúpida, quizás cándida, que es a lo que alcanza ser sabio de joven. ¿Pudo ser el inicio de este despertar el bailar despreocupados bajo la lluvia? Juan silbaba singing in the rain y bailábamos. Así era él, me arrastraba a trepar a la copa de los olivos y desde allí arrojaba, como un salto de agua, poemas de Lorca como si fuéramos niños encaramados a una altura para lanzar piedritas a la cabeza de los calvos. Así hasta que despejaba y cesaba la lluvia. Juan debía tener un trato firmado con los cielos, el agua que lloviznaba era imposible de embalsar en albercas ni pozos. Nadie domeñaba el impulso de Juan. Ni el mandato social ni el miedo. Cuando nos despedíamos, solía llamarle elevando la voz mientras doblaba la esquina. – ¿Juan?- Volvía el rostro y le culminaba la frase – ¡Juan sin miedo!- , a lo que solía regalarme la última sonrisa de la tarde. Se perdía en la esquina.

Aquel día encapotado, calados hasta los huesos, con la garganta también mojada por el canto, los zapatos encharcados, retiró su pañuelo de principito del cuello de príncipe, lo extendió y alzándolo con ambas manos lo soltó. Descendía lento.  Impoluto y lento, una sinfonía de lavandas atravesadas por el sol victorioso de entre los pinos, cae leve y eterno, deferente con cada rincón de la Tierra, albergando cada rincón del Uni-verso. La caída sobre la hierba fue homogénea, sin ningún doblez del paño de lino. Un pañuelo claro que todo lo envuelve.

Jamás se me declaró. Ni yo a él. Pasados unos años llegué a aborrecerle: por la provocación que produce alguien que pone en entredicho tu vida con la suya propia. Pero su recuerdo arrolló más de la mitad de mí misma, me atropelló con secuelas inimaginables. Aún oigo su silbido melódico haciendo trenzas alrededor del monótono de las cigarras. Se casó. Me casé. Tuvo hijos. Tuve hijos. Verdaderos. Negué la mitad de mí misma. En mi casa y en mi negocio no pensaba en Juan, que andaría ¿bailando bajo la lluvia?, ni en mi marido, ¿que andaría por la casa? Tuve dos hijos y una hija díscola a la que amo porque continuó lo que interrumpí. Pone en solfa mi libre albedrío o lo determinado  por el Destino. Posee el don de dislocar mi afán de control, como hacen los jóvenes puros. Cuando no entiendo por qué muero viviendo de encubrimientos y éstos se superponen rígidos unos sobre otros para todavía hacerme soportar la vida, acudo a la frescura de mi hija Lucía. Alzo la porción del fular blanco que Juan hizo descender del cielo y que tocó a Lucía. Y allí está ella, vibrando bajo el telar de la araña.

Esta madrugada, con el huracán amainado, he salido al portal de la casa a destiempo. Me sorprendí y nos sorprendimos yo misma, mi hija y el joven al que besaba a tiempo. La perplejidad no irrumpe por pasar de asfalto a sendero, sino por medir los tiempos en recorrerlos. Se me ocurrió medir la edad que tengo. La perplejidad suele ser un previo aviso antes de vislumbrar lo que se te va de las manos, lo incontrolable.  El aroma del geranio mojado en el portal y las rejas infructuosas entre los cuerpos de Lucía y el joven, permitiendo colarse los labios para encontrarse, me recordó al romancero gitano. La nariz del joven: a Juan Salvador. – Señora, creo que mi padre le conoce -exclamó, hábil como su mismísimo padre-. No tuve necesidad alguna de preguntarle quién era: el pañuelo descendía lento, resplandecía emulando una pantalla de sol blanco y acogedor, sobre toda mi- mi- mi- vida. Caminé traspasando el umbral de la perplejidad a la plácida oscuridad del parque cercano para digerir aún no se qué. Maldito seas, Juan. Bendito seas, Juan. Recordaría que no se me declaró jamás, ni yo a él. Subí al columpio y comenzó el balanceo. 

Levanté las piernas al alimón, derrame mi cabello hacia la espalda alzando el mentón, la estrella Júpiter me dio en la frente, y al comenzar el balanceo el columpio abandonó el efecto diapasón y me lanzó al Uni-verso.

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