Tenía los ojos celestes. Su clase de histología la impartía a primera hora de la mañana. Era pequeña y parecía transparente sobre la antigua tarima del paraninfo. Los jóvenes estudiantes de Medicina – los del pasado siempre más jóvenes que los de ahora – entreabrían los ojos sorprendidos ante aquella enjuta figura y bella mujer de acento canario que exponía paisajes de tejidos histológicos mediante obsoletas diapositivas. Fue discípula de un discípulo de Santiago Ramón y Cajal, el cual, de niño, se sabe que fue un hiperactivo más malo que un dolor y ‹un honor para gloria de España› – en su madurez-, como solía referirse a él su discípulo directo, el maestro de la doctora Flores. Sólo un profesor sevillano podría hablar del ilustre neurólogo provocando sobrecogimiento y sarcasmo a partes iguales, dado que a cada mención del célebre nombre le seguía la susodicha coletilla patria. – Un honor para gloria de España-. De por vida el sevillano aprovechó las rentas de su escueto encuentro con el gran maestro. Y su discípula, bella y digna como era, supo así mismo, darle a él, el hombre patrio de inmenso corazón y abnegada admiración por Ramón y Cajal, un rango de maestro. Siempre le puso en el lugar que le correspondía, invitándole a dar las cada vez menos frecuentes clases magistrales en la Universidad de Sevilla. Así los alumnos recibían un plus de amor por la ciencia y el conocimiento, a pesar de aquellas sevillanas maneras.
Ella, hija de un consumado y notorio artista del azulejo, llevaba en la sangre el reconocimiento natural a la autoridad merecida por méritos propios y, todo hay que decirlo, la asunción natural del arte que algunas personas atesoran. Con la modestia de sus clases matinales, la doctora Flores inspiraba las mañanas. No sabemos si eran sus ojos, o era su voz. A mi, lo que me perdía eran sus paisajes histológicos. Las capas de los tejidos sanos, la forma de granada de los glomérulos renales o los cerros de castaños que evocaban las células cerebelosas de Purkinje. Aquellas imágenes me abrieron las puertas -o yo se las abrí a ellas-, a otra percepción de la ciencia. La ingenua espontaneidad del maestro de la doctora Flores y su incondicional búsqueda del conocimiento, junto a los primeros sarcasmos de los estudiantes en los corrillos de bar, me sugería que una Medicina empezaba a archivarse en los anales de la Academia Médica – que es adónde va a parar todo lo médicamente muerto- y empezaría a formar parte de la historia de la Medicina.
Fue entonces cuando le regalé a la doctora una foto del castañal de Fuenteheridos, en la sierra de Aracena. Allí solía veranear con mi esposa e hijos a una casa encalada rodeada de rosas, con un patio de pizarra por donde rodaban las castañas en septiembre. Allí mi gata, que también veraneaba, perdía los modales de gata de angora para cazar ratones con los ojos desencajados esperando en el agujero de la madriguera. Allí, durante las siestas, estudié histología mientras escuchaba las voces de mis hijos nadando. De fondo, el chapoteo del pueblo. Una vecina traía melocotones en una cesta e inundaba la cocina con un olor aterciopelado. Al pasear me rodeaban los castaños centenarios. Sobre el cielo – ahora glía- desplegaban sus ramas axonales y me invitaban a contemplar el cerebelo.
La Medicina que se iba, la que se perdía en el crujido de los entarimados antiguos, curaba pacientes si se comprendía la radiación¹ de la enfermedad. Esa que pervivía como una extraña hiedra en la vivencia, entre las pronunciaciones de las palabras y cómo se escuchaban entre los recovecos de las circunvalaciones cerebrales.
La doctora Flores, que emanaba su extraña belleza cada mañana, festejó mi regalo. La foto ampliada y enmarcada sobre la pared de madera de roble aún se exhibe en su despacho, en el Departamento de Histología.
Me dicen que la doctora Flores envejece despacio por los pasillos del Departamento decorado con maderas nobles. Cuando habla se oye la reverberación de su voz cantarina y de jazmín, descendiendo por las escaleras. El aire acondicionado ofrece frescor y sosiego veraniego al silencio sepulcral, a veces interrumpido por la risa nerviosa de una estudiante que acaba de consultar su nota final de junio en histología. Orgullosa, cuando quiere tranquilizar a alguna estudiante ansiosa, la doctora Flores señala la foto de Fuenteheridos y dice – Mira: el cerebelo.
¹ Radiación: concepto metafórico que emplea el autor para expresar una red de sucesos simultáneos e íntimamente relacionados que ofrece un corpus de realidad homogéneo no sólo asible desde la reflexión racional.
Hola A. Jalid me refirió tu interesante y hermoso blog que seguiré atentamente . Fue un placer conocerte http://eldivandenur.blogspot.com
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Igualmente, Virginia! Y agradezco que me invites a leer tu blog. Un saludo.
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