El coche no arrancaba y el diagnostico en el taller era concluyente: se le ha ido el alternador. Cuando algo se va en un taller de mecánica, se traduce como que eso ya no vuelve, que ya no será como antes. A éste modelo de coche parece que tiene tendencia a írsele el alternador y además – dicen – que si sucede una vez, repite. Decidí comprar un coche nuevo. En los dos últimos años se entrecruzaban acontecimientos que me comprometían a viajar sin excusa.
Dado que no tenía un duro, tuve que decirles la verdad. No me importaba la falta de comprensión, ni que me tildaran de loco. Además suelo perder la vergüenza delante de los usureros, la pierdo en el hall de los bancos. No puede ser de otra manera. Allí dónde la gente desnuda y confiesa sus preocupaciones y deseos, allí muestran sus intenciones verdaderas. Contra el cristal blindado de la caja los seres humanos apoyan la frente y dan testimonio del verdadero motivo por el que madrugan cada mañana. No deja de asemejarse a una situación propia de confesionario. El hall del banco, por momentos, adquiere las peculiaridades de una fiesta de disfraces donde los dueños del salón conocen a cada cual; mientras los invitados, ingénuos, se acomodan la mascara sobre la nariz, sin apreciar la sonrisa perspicaz del banquero, que finge desconocimiento de tu divorcio y de la repartición de bienes y hasta el régimen de visitas a los hijos. En las inmediaciones del despacho del director, olvidadas se avistan algunas máscaras por el suelo. Más que desnudez el cliente acude fragil, acaso humillado, adquiriendo en algunos casos la actitud connatural del esclavo.
Al banquero suele sucederle que, aunque se le ponga los puntos sobre las íes, no se da por aludido. El ciudadano de a pie puede manifestar su oposición contra la usura, incluso una irascibilidad no encauzada y, sin embargo, le delatará su abultado tarjetero. Recuerdo -hace tiempo- a Ramon Tamames, me respondió en el capítulo de preguntas de una conferencia suya: “al fin y al cabo, un mundo sin usura es como un jardín sin flores” (reitero: textual).
El empleado de banca llevaba afeites casi de funeraria. Recordaba a un cortesano del rey sol francés. Tez blanca y rasurada, nariz aguileña y labios finos, casi invisibles, denotando la fisiognomía manipuladora de los caudillos. Su aspecto cohibía y más si se me antojaba explicarle algo ajeno a números hilvanados por el pensamiento neoliberal. Sin embargo, una mezcla de acrobacia mental, desapego por los resultados y mi ingenua creencia en la posibilidad de todo, me condujo relajado hacia su mesa y le espeté – como una pedrada en toda la frente: – Dame un crédito, y sé cuál va ser tu primera pregunta: cuáles son mis avales, pues bien, mi aval es que padezco el efecto Mustafá- lo cual significa, y tuve que explicarle, que no tenían que preocuparse si me adelantaban el crédito, siempre me vendría aquello que necesitase sin pedirlo, pero que como no lo tenia ahora delante mío, pues se lo pido a ellos y que el resto, es decir la devolución, vendría por añadidura con el síndrome. Precisamente ese era el remate final que proveía al síndrome Mustafa su extraordinaria dimensión. Lo más seguro es que sin nómina ni nada por el estilo, si era para mí, acabarían ofreciéndomelo, me suplicarían que lo aceptase. De igual manera, el fluir desde la incertidumbre del presente hacia acontecimientos futuros propicios, formaba parte del síndrome. Y les aseguro que no se trataba de dinero, aunque en ese momento ¡solicitara dinero! No, sometido bajo el efecto Mustafá, uno vive los mejores tiempos que jamás recuerde. Años atrás, durante una larga travesía conduciendo un tren de mercancías, el calor de la sala de máquinas de la locomotora diésel, el estruendoso ruido de algo que no funcionaba en las caldera y las cuatro de la tarde me dio lugar a una sensación de sed acuciante. Sudaba a capas y por oleadas mientras la máquina gripó el motor, no teniendo más remedio que pararla en lo alto de un paramo, donde mejor atizaba el furor de aquella tarde de verano. Sólo fue bajar y desbarrancarme por los cantos rodados, cayendo de bruces bajo un sombrajo de parra. Allí colgaba un botijo de barro avainillado y fresco, bajo la mirada atenta de una vieja y su nieta lozana. Mientras se demoraba la ayuda para reparar la máquina, pasé la tarde mas hermosa de mi vida entre agua fresca y cuencos de higos. Así fue como empecé a contarle la historia de Mustafá al usurero.
Mustafá estudió la carrera en una bañera. Tenía siete hermanos, el padre una floristería y cada uno de ellos, un desempeño en el negocio. A él le tocaba recibir los pedidos y administrar la frescura de las flores para que llegaran con grácil apariencia a la persona agasajada por el ramo. Toda la familia era un desajuste magrebí bien ajustado. El negocio daba para todos a pesar de que la logística y el orden comercial brillaba por su ausencia. Con frecuencia se me ocurría que el éxito del negocio subyacía en la textura fresca de cada flor que tocaba Mustafá, el encargado de preparar los pedidos. El padre y su hermano Ismail parecían llevar el peso y el protagonismo del negocio, sin embargo, la presencia de Mustafá en la trastienda y su ausencia de las vitrinas y las firmas del negocio provocaban la casi mágica impronta sutil de éste extraordinario hombre. Sin duda, no hacia nada a conciencia, su presencia pasaba inadvertida mientras que su ausencia hacía que se le echara de menos.
Compraban y vendían flores como en un zoco hace cinco décadas, con la diferencia de usar un ordenador para gestionar las facturas, por aquello de estar en paz con hacienda – o no entrar en guerra-. Mustafá era, en medio de la naturaleza montaraz y dispersa de esa familia, el débil, el sensible, el delicado. Como era de esperar, el preferido de su madre y el postergado por su padre. De fácies grecolatinas perfiladas sobre su tez beréber aceitunada, no le quedaba otra que estudiar la carrera de Medicina en la bañera. Debía ser así, porque la bañera se ubicaba en un arrumbado cuarto de baño de la casa, adónde nadie llegaría a molestarle salvo cuando el cuarto de baño principal estuviese ocupado y a algún hermano le arreciara un apretón. Hay lugares en cada casa, que atesoran el secreto central de la familia. Suele ocurrir en las cocinas, con frecuencia en el jardín o en los altillos y buhardillas. Rara vez ocurre en el cuarto de baño.
Al día siguiente de licenciarse, se enteraron en su barriada y la administración local le llamó para que ocupase el puesto de médico de cabecera para el barrio moro, adonde los médicos de la prefectura no querían ir. No por peligrosidad, sino por prejuicio o, simplemente, por desatino cultural. Una ciudad situada en un istmo fronterizo con otro país del tercer mundo tiene todas las hechuras isleñas. Pasearse hasta toparte sólo con la frontera, o sólo con el mar, suele alimentar sospechas entre aquellos que caminan por aceras diferentes.
Le conocí cuando habían pasado unos quince años después de que le ofrecieran su primer trabajo. Desde aquel dia no hubo una hora sin que obtuviera la provisión por su condición de médico. Mustafá había sido dotado de un estado sin igual: se alejaba de la riqueza y ésta le perseguía. Humilde y sin pretensiones, obsesivo con la cortesía debida a cada cual, quizás por haber sido vilipendiado por los fuertes de la familia, gozaba del favor de la providencia. Su escuálida estructura ósea inspiraba flexibilidad y fortaleza, sujeta por una musculatura fibrosa de corredor de fondo, que es lo que era Mustafá, también sin saberlo. La inteligencia la cultivó estudiando Medicina en la bañera. Tiró por el desagüe la preocupación mundana, propia de quienes se esfuerzan con la convición de que todo depende de ellos, tanto los éxitos como los fracasos. Mustafá se ausentaba de sí mismo, permitiendo la existencia del otro y la riqueza le fluía incluso cuando él la abandonaba. Con él entendí que se puede obtener el éxito en esta vida desde la bañera y que todo lo que se perdía por el desagüe -por defecto- ayudaba para Otra mejor vida.
Esa fue la historia que le conté al usurero. El compañero de la mesa de al lado, el Director Comercial, miraba de soslayo mientras sonreía sin disimulo de forma socarrona, mientras para sus adentros pensaba que un perturbado se había encaramado en la mesa de al lado, que valiente descalabro le habia tocado al jefe. De ese chiflado no iba a salir negocio sino pérdida de tiempo. Aún así , la voz cálida que engarzaba palabras inusuales con frases sincopadas, como una letanía antigua que rememoraba tiempos y gentes mejores, le hizo poner oido atento a la historia que narraba. Por momentos me creí un faquir de la India tocando la flauta de sonido hipnótico delante de dos imponentes boas. Acostumbrados a ser renuentes a abandonar la razón por la tangente, mis dos boas constrictor ya parecían desear apearse por un momento de este mundo usurero edificado con los ladrillos de la mentira. Sólo la figura del loco -eso sí, que escupe las benzodiacepinas- regala escasos hálitos de verdad. Allí me encontraba en medio de hombres trajeados y acorbatados, rompiendo el trance canalla de la ambición que mueve el mundo, regurgitando frases – como pedradas – en la cabeza. Una fisura en el techo del banco, un resquebrajamiento por donde penetra la luz de una tarde de abril.
No me dieron el crédito, pero esa misma tarde el director comercial aceptó que su hijo abandonara la carrera de abogacía a cambio de correr aventuras por Sudáfrica. El jefe de negocios estuvo toda la tarde reflexionando sobre… concederme o no el crédito.
Por mi parte decidí sentarme delante de mis folios en blanco a ver qué pasaba. Al caer la noche recibí una llamada telefónica. – Hola, Juan Salvador, soy Said, amigo de Mustafá, ¿te acuerdas de mí?. Trataste a mi hermano Malik en los últimos momentos de su vida, cuando el probrecito fue a morirse y recuerdo que te tuvo hasta el final en buena estima. Le ayudaste mucho, le contaste muchas historias antes de su ida. Lo hiciste todo desinteresado. – Sí, claro, Said, -espeté cayendo en la cuenta rápido- ¿cómo me iba a olvidar de tí y tu hermano? ¿Qué tiempo sin saber de tí, ¿cómo estas? – pregunté expectante, no exento de encontrarme con nuevas sorpresas.- Pues mira, Juan, no sabrás que tengo un opel crossland y, ayer lo llevé a la revisión en tu ciudad, pues me ha cogido de viaje de negocios y tardaré en volver a mi tierra. Sabes que no se me olvida ninguna matrícula, deformación profesional, como recuerdas – yo diría qué instinto de supervivencia, ya referiré a qué se dedicaba Said, pero, al final del relato.- pues bien he visto tu coche con el motor abierto, le pregunté y me dijo el mécanico que eso tenía poca solución. Quiero que sepas que si lo necesitas, te regalo un coche, sabes que los negocios a veces andan mal , otras bien, y tengo una deuda por tu forma de comportarte con mi hermano. – Said, de verdad que no es necesario un regalo de esa dimensión. Arreglaré el alternador, en fin, es algo solucionable con otro alternador, que no sea con un coche completo- añadí con media sonrisa-.
Fuera lo que fuera el desenlace de aquello que sucedió entre Said y yo, si acepté o no su regalo, mientras hablábamos recordábamos que nuestro amigo común, quien nos presentó en aquello años de juventud, fue Mustafá. Nuestra primera tarde juntos comíamos piononos con cafés ante un enorme ventanal sobre los acantilados del peñón. Las vistas del Estrecho, las nubes con varios matices de grises sobre el mar, que se esforzaba por permanecer azul, las venas azucaradas por los pastelillos de sobremesa. Así transcurrió nuestra primera tarde. Aún rememoro mi esfuerzo por grabar las imágenes para algún dia escribirlas como hago hoy. Mientras, Said parecía sentir curiosidad por las lanchas motoras.
Indagé con Mustafá el sentido etimológico de su nombre y Said se apresuró a explicarme que venía a significar “el elegido”, pero por su cualidad, por su singularidad.
Said era narcotraficante. Nada es perfecto. O sí.
(Mientras escribo esta líneas, recibo una llamada telefónica de la bolsa de empleo del sistema de salud andaluz. Me ofertan una plaza de médico de familia interino vacante en Olvera. Agradezco y rechazo la oferta: otra vez me bajo del tren (https://anurseguraescritor.com/2017/09/16/un-coche-en-la-cuneta/#more-387 ) y caigo rodando por los cantos blancos: me encanta sentir las mejillas, de bruces en el suelo, con un extraño frescor en mi boca, y una mezcolanza embriagante de olores. A higos y tierra).
¡Qué lectura más placentera nos ofreces! Aún tengo ante mis ojos la figura de Mustafa, de Juan Salvador, del banquero; aún puedo presentir el ambiente y las circunstancias de cada uno de ellos. Pero lo mejor de todo, es que a mí también me han ofrecido el agua fresca de un botijo a la sombra de una higuera con higos… El «efecto Mustafá» ya se encontraba en esa atmósfera. Ahora llevo una sonrisa en el rostro, y seguiré con ella frente a las amenazantes advertencias derivadas de no seguir los dictados de lo general. Ahora sé que existen cantos blancos para rodar.
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Gracias, Mariam, por transmitirme que has recibido cierto frescor con la lectura. Un abrazo.
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