Guarda en el maletín material para hacer curas, lo hace con premura. Pone el manos libres y llama al enfermero, por si necesita ayuda. Siente los latidos de su propio corazón mientras realiza una mirada panorámica sobre la mesa del despacho por si algo olvida.
Juan Salvador había llegado puntual a su consulta. La entrada aún está mojada por los aspersores que mantienen el verde de la hierba y el despuntede los frutos del morero. Nada mas entrar sonó el teléfono. Una urgencia.
Al llegar a la casa, desde fuera observó sin mucha intención la ventana, cerrada en sus tres cuartos inferiores por una celosía. Su respeto hacia lo íntimo impidió siquiera el pensamiento de husmear para adelantarse a los acontecimientos. Mirar por una celosía es adentrarse en el territorio de lo velado según qué caso. De inicio es el enrejado de la mirada, ir más allá es apoyar las mejillas sobre las láminas de madera y ubicar la cuenca del ojo.
Era el médico, tenía el permiso para entrar. Se trataba de una mujer de cien años. A esa edad, sin embargo, todas las puertas permanecen abiertas, pues la mayor apertura luminosa espera a ultranza. Un segundo se convierte en el instante y una herida puede ser la ventana desde donde aparece y se agita trémula la mano del adiós. Con los centenarios suele suceder que uno de los gestos desenrosque un secreto. En estas circunstancias genuinas no se debe desdeñar a nadie, el centenario demenciado tiene la habilidad de abrir en canal el locus del Corazón ajeno.
Micaela era así, pero cuerda. Estaba sentada a horcadillas en el suelo, al borde de la cama. Tenía agenciado a tiro de mano, el teléfono, la botella de agua, almohadones y una manta. También la rodilla imitando a una berenjena. Juan Salvador comenzó el interrogatorio médico, la verdad, muy ameno, ya normalizados sus propios latidos de corazón cuando vió que su enfermita no manifestaba gravedad, se expresaba dicharachera y hablando de todo aquello que no tenía que ver con ella.
Juan Salvador reconoce esa actitud en quienes se han acostumbrado a asomar la cabeza retirando los visillos de la muerte: el temor se disipa y la muerte no les pertenece, es una asignación temporal cuyo significado de día y hora se vuelve obsoleto ante la aparición de lo inmenso.
Micaela se tocaba la rodilla como si estuviera palpando la madurez de un aguacate en el puesto del mercado. Le pidió explicaciones al doctor cuando éste se atrevió a levantarle, tenue, el camisón para valorar la situación de la cadera. – ¿Sabe, doctor?, confió en usted pero quiero que sepa que yo soy de las antiguas.- El ambulanciero se tronchaba de risa, apostillando que sí, que le constaba.
Lo privado y lo publico. Los límites entrambos, los muros, sus puertas y sus llaves. Las cortesías y contraseñas para pasar de un mundo a otro.
El comportamiento de Juan lleva inherente la cortesía que se presupone al médico. Aunque cada paciente, cada persona, coloca las celosías en la ventana que le parece.
Las palabras piden permiso. También solicita el permiso la mirada cuando se posa en el suelo mientras el paciente descubre su torso o levanta su falda. El valor semántico de la palabra adquiere connotaciones jurídicas según se intima sin el deliberado dibujo de líneas divisorias. Así, le voy a tocar la barriga no es lo mismo que voy a explorársela. A veces, surgen miradas solícitas que emergen del mar del dolor angustioso – sobre todo mental- que se alzan como una mano para ser tocada con desesperación e incluso acariciada, incluso amada. En tales casos, no hay que abrir con la llave maestra del médico más que aquella puerta que ya nombró Hipócrates.
El médico podría ser sospechosamente político tras su bata blanca, pues posee permiso y entra y sale por entre líneas fronterizas y alambradas. Los territorios del mundo alzan sus fronteras, las púas de las alambradas escriben el singular contrato entre Tanatos y Eros. Por eso se prohíbe el paso, aunque contados arquetipos, como los que representaría el médico o el sacerdote llevan salvoconductos.
Aún así, el médico no puede ser animal político, su ingenua entrega a la causa de doblegar Tanatos le dibuja empuñado el estandarte de la bata blanca, recorriendo campos sembrados de corredores de espino blanco y trincheras del Corazón.
Los centenarios que ahora se van ya recorrieron su nomos. Adquirieron una identidad de la que ahora, a punto de zarpar, pueden prescindir. La piel apergaminada, las palabras aprendidas y las desaprendidas, hablan sin ambages de nombres e identidad. De perpetuación de la vida en una suerte de equilibrio entre lo que muere y lo que vive. Su contada presencia -y la futura ausencia- muestran identidad.
Hoy dia, ya fallecidos los últimos mohicanos del Eros, los selfies mendigarán identidades en quienes están quemando las celosías. Los centenarios que vengan en adelante, poseeran un cuerpo lóngevo y se les observará y se observaran a sí mismos desde cristaleras. Las casas se construirán de metacrilato u otros materiales transparentes. Tanatos será el modo de nacer y vivir. Y los centenarios no sabrán cuándo han muerto.
La llamada a la puerta con los nudillos, como aviso y permiso para entrar en la escena privada, será un vestigio del pasado, como las celosías.
Amigo, lo tuyo es escribir.
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Algunas consideraciones sobre el texto: Thánatos, en estado de caída la muerte se nos presenta ausente de toda solemnidad, simplemente quedamos desactivados, inservibles; sin embargo, cuando disfrutamos de un Eros sano y guardamos los espacios sagrados e inviolables (como la paciente centenaria del médico Juan Salvador), entonces el espíritu de lucha emerge afirmando la aflicción, el dolor, el desengaño, así como, el júbilo, el goce y el último arrebato de la conciencia. «A la persona singular la aniquilación le llega en instantes preciosos en los cuales se halla sometida a un máximo de exigencias vitales y espirituales» [JÜNGER, E., «El trabajador: dominio y figura»]
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Gracias, Mariam.
Sin duda, una estimulante anotación. Una explicación concisa y profunda sobre lo que intenté explicar de forma narrativa/poética. Gracias.
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